Sin ofender, pero es usted toda una loca: Apuntes sobre la reapropiación de insultos
- Andy
- 27 jul 2018
- 11 Min. de lectura
“Hay solamente una cosa en el mundo
peor que hablen de ti,
y es que no hablen de ti”
Oscar Wilde
La reapropiación como proceso curativo y, a la vez, contestatario, se observa en las populares palabras con las que Alaska se contorsionaba en el escenario: “La gente me señala / me apunta con el dedo / susurra a mis espaldas / y a mí me importa un bledo”.

El insulto como acto ofensivo obedece a un marco histórico y cultural determinado, además de que puede poseer características y matices de muy diversa naturaleza. Al hojear el famoso Manual de urbanidad y buenas costumbres escrito por Manuel Antonio Carreño en 1853, descubriremos que, para la sociedad decimonónica de Latinoamérica[1], presentarle a una mujer un plato servido en exceso podía ofender a la dama en cuestión e, incluso, cuando se ofrecía a alguien un asiento, se debía procurar que la persona no se sentara inmediatamente, “sin emplear jamás frase ni palabra que se refiera o pueda referirse al estado de calor en que se encuentra el asiento, pues esto no está admitido en la buena sociedad” (p. 63).
Las palabras son sólo uno de los muchos elementos de los que se puede echar mano para ofender a una persona. En su texto “El arte de injuriar”, Borges expone distintos ejemplos literarios e históricos de personajes que descubrieron en la sátira una tremenda potencialidad artística y creativa, pero, también, no puede dejar de señalar la vacuidad de ciertas ofensas que, en su impericia e ingenuidad, no hicieron sino convertirse en adulaciones a aquellos a quienes se pretendía denostar. Como el propio Borges señala, el insulto es un arma de doble filo: la ofensa puede despertar la risa y el sentido crítico del público, pero, a la vez, puede usarse para invitar al auditorio a aceptar “el argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento”. En este sentido, el insulto fácil y efectivo detenta en su fuerza su propia debilidad, pues si el auditor lo cuestiona “bien formulado, tendría que negarle su fe” (p. 420).

En el transcurso de los siglos, el lenguaje ha sido utilizado como un arma para reconocer y dignificar luchas humanas, de la misma manera que también ha sido una herramienta para denostar y negar la existencia y/o la dignidad de minorías y grupos sociales marginados. El tema del lenguaje inclusivo es una de las últimas adiciones a este tipo de debates históricos respecto a los usos y desusos del habla. A pesar de que se esgrime el argumento de que el masculino es el género “no marcado” del español para negar la necesidad de cambiar ciertos elementos gramaticales de la lengua, no se puede negar que en distintos episodios de nuestra historia, dicho género no marcado permitió lagunas legales y políticas para negar los derechos de una minoría (les recomendamos leer el artículo que publicó uno de nuestros colaboradores de Qrónica respecto a este tema).
Para apuntar un par de casos relacionados a lo anterior, vale la pena recordar la lucha de Hermila Galindo, una de las primeras sufragistas mexicanas, quien en 1916 demandó al Congreso Constituyente que se incluyera en la Carta Magna el derecho del voto y de ser votadas a las mujeres. Según el análisis de Esperanza Tuñón Pablos y Juan Iván Martínez Ortega, “la Constitución Política de 1917 no otorgaba la ciudadanía a las mujeres ―aunque tampoco se las negaba explícitamente―” (2017: 8). El texto original publicado en la Constitución de 1917 establecía los requisitos necesarios para tener la calidad de ciudadano en México: “Son ciudadanos de la República todos los que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos: I.- Haber cumplido dieciocho años, siendo casados, o veintiuno si no lo son, y II.- Tener un modo honesto de vivir” (citado en Tuñón Pablos & Martínez Ortega, 2017: 8). Como apuntan Esperanza Tuñón y Juan Ivan Martínez, a inicios del siglo XX, el plural “mexicanos” no garantizó la inclusión de las mujeres en los derechos registrados por el texto jurídico[2]. El segundo caso de discriminación tuvo lugar este mismo año en Córdoba, Veracruz, donde salió a la luz pública la noticia de que la empresa Aceites y Energía Santamaría se negó a pagar a sus trabajadoras lo que les correspondía en atrasos de incrementos salariales, mientras que los hombres que laboraban en la institución sí recibieron dicho pago. En el 2017 se firmó un convenio colectivo de industrias del aceite en el que se establecía un incremento salarial del 1.5% para los trabajadores; sin embargo, la compañía justificó la ilegalidad alegando que “el convenio dice trabajadores y no trabajadoras” (Público, 2018).

Adentrándonos en el tema que interesa a este texto, los insultos también se han erigido históricamente como un medio que ha ridiculizado e invisibilizado la lucha no sólo de las mujeres, sino de diversos grupos raciales, étnicos, ideológicos, religiosos, de la diversidad sexual, etcétera. La palabra “nigger” usada para llamar de manera despectiva en Estados Unidos a los esclavos negros provenientes de África, así como a sus descendientes, se ha convertido en un término tabú, pues referirse a una persona afroamericana de este modo recuerda a la larga y triste tradición histórica de racismo que aún pervive en el país vecino. La palabra ha sido prohibida en discursos mediáticos y su pronunciación en público provoca el escarnio social. Sin embargo, la excepción a lo anterior la construye la propia comunidad afroamericana estadounidense, quienes se han apropiado de este término para denominarse a sí mismos.
Las maneras de apropiación de un insulto que se han usado históricamente para denigrar a una minoría dependen de una serie de circunstancias diversas. Para empezar, es necesario preguntarnos:
¿Entonces, si los afroamericanos se llaman 'nigger' entre ellos el resto puede usarla ya? La respuesta es no. Sigue siendo ofensivo, lo es más incluso, ya que con esa palabra se ha hecho un esfuerzo por incorporarla a una cultura oprimida y despojarla de negatividad. Se ha usado con orgullo, como un desafío, con sorna, y ahora no es justo que quienes no la han sufrido se suban al carro[3] (Cuevas, 2017).
Las minorías pueden convertir una palabra que llamaba a la humillación, a la violencia y a la discriminación en un recurso identitario. La resignificación del insulto convierte a éste en una consigna que recuerda los tiempos de opresión, pero, a la vez, despierta el anhelo de justicia, exhorta a la continuación de la batalla y anula la burla sistemática. No obstante, como indica la cita anterior, esto no implica que la apropiación del insulto pueda ser empleada por cualquier persona con buenas intenciones; un hombre blanco no puede intentar nombrar amistosamente “nigger” a una persona de raza negra, pues el blanco no padeció las penurias que la comunidad afroamericana sufrió para hacer suyo el insulto:
Así como es necesario afirmar las demandas políticas recurriendo a las categorías de identidad y reivindicar el poder de nombrarse y determinar las condiciones en que deba usarse ese nombre, hay que admitir que es imposible sostener este tipo de dominio sobre la trayectoria de tales categorías dentro del discurso. Éste no es un argumento en contra del empleo de las categorías de identidad, simplemente nos recuerda el riesgo que corre cada uno de estos usos (Butler, 2002: 320).
Hay ocasiones en que el nacimiento ofensivo de un término se ha olvidado con el tiempo. A pesar de que los orígenes del vocablo “feminismo” se datan a finales del XIX y principios del XX en Francia, continúan teniendo una procedencia incierta. En 1882, la primera mujer en autodenominarse “feminista” en dicha nación fue Hubertine Auclert, defensora del sufragio femenino. Poco a poco la palabra fue ganando aceptación entre diversos debates y organizaciones de la época que encontraban puntos en común en sus reivindicaciones sociales[4]. Sin embargo, esto no impidió que los adversarios de la emancipación de la mujer utilizaran el vocabulario del feminismo a manera de adjetivo insultante[5]. En la actualidad, se ha popularizado en redes sociales y otros medios el término “feminazi” con el objetivo de desvirtuar y mofarse de luchas consideradas como radicales o sinsentido. Se ha divulgado la idea de que hay “feministas” que emprenden luchas de verdadera utilidad y validez frente a “feminazis” carentes de discernimiento y capacidad de raciocinio.
El desprecio actual a determinados movimientos feministas nos lleva a otra cuestión: ¿todos los insultos son susceptibles a un proceso de apropiación? Por supuesto, dignificar el insulto “feminazi” constituye una tarea imposible para las mujeres, pues la ideología nazi a la que hace referencia la ofensa no sólo es incompatible y contradictoria con la lucha del feminismo, sino que alude a la aniquilación sistemática de distintas minorías ―judíos, gitanos y homosexuales, entre otros― debido a la ira, la ignorancia y la alienación que provocaron las ideas nazistas en la población que vivió la Segunda Guerra Mundial. La feminazi no proviene de una minoría discriminada, sino que representa el extermino oprobioso que se sirve de la violencia y el miedo para sus propósitos.

Para la diversidad LGBT+ adueñarse, en el idioma inglés, de vocablos como “queer” y “faggot”, así como “maricón”, “loca” o “jota”, pertenecientes al español, ha representado una tarea titánica, urgente, difícil y hasta terapéutica. En un contexto cultural e histórico en el que el insulto era la única manera de nombrar lo considerado como incomprensible, vergonzoso o denigrante, la ofensa también se transforma en un hacer existir, no se puede negar la presencia de algo que, aunque sea de manera negativa, ha sido designado por la palabra. De ahí que partir de la injuria y del denuesto se convierta en un acto subversivo: el insulto reconoce la presencia de lo innombrable y la apropiación de ello reclama la transformación de lo negativo en positivo. Judith Butler explica que las raíces de lo “queer” estaban en el estigma que condenaba una sexualidad patológica, en este sentido “no se trata solamente de comprender cómo el discurso agravia a los cuerpos, sino de cómo ciertos agravios colocan a ciertos cuerpos en los límites de las ontologías accesibles, de los esquemas de inteligibilidad disponibles” (2002: 315).
La apropiación del insulto somete a la palabra una serie de procesos dialécticos: la oposición entre la negación y la aceptación, la creación de vínculos mediante la repetición del insulto ―ya sea que provoque la unificación de quienes reprimen o de la minoría que se adueña del vocablo―, la posibilidad de resignificar el término y la posibilidad de que aquellos que son “exteriores” al grupo o colectivo designado aprovechen la historia y nuevamente sobajen al otro. Lo queer, como afirma Judith Butler, jamás se vaciará de sus referencias históricas (pasadas, presentes o futuras), la apropiación de la ofensa nunca será plena, “sino que siempre y únicamente se retoma, se tuerce, se «desvía» [queer] de un uso anterior y se orienta hacia propósitos políticos apremiantes y expansivos” (2002: 320).
Observamos que estos procesos reivindicaciones siempre se encuentran en un estado de tensión y de construcción entre lo interno y lo externo, en donde el término posiblemente nunca será apropiado enteramente. Silvia Federici expone que durante los procesos de caza de brujas que tuvieron lugar en la antigua Europa, los homosexuales solían ser utilizados para encender el fuego de la quema de brujas. El “faggot” del inglés, que podría ser traducido como “marica”, proviene de la acepción original: “atado de leña para el fuego” (2010: 270). La arrogación de esta palabra por parte de la comunidad homosexual funciona como un legado de memoria histórica y denuncia, pero, a la vez, no se exime la ocasión de que un niño “amanerado” sea llamado de esta manera por sus compañeros de escuela.

La tensión entre la heteronorma y la reapropiación no termina, a pesar de que, en algunos casos, los heterosexuales busquen usar estas palabras con buenos propósitos. En el 2017, la periodista española Anna Grau criticó un acontecimiento homofóbico aduciendo que “el odio contra los homosexuales es de maricones”. La declaración peca de ingenua porque “generaliza entre hombres y mujeres dando a la hombría un carácter de valor universal que no tiene” (Cuevas, 2017), la comunidad gay ha buscado precisamente poner en tela de juicio esa hombría universal y “ha hecho un gran esfuerzo por disminuir los efectos nocivos de la palabra” (Cuevas, 2017).
Si bien es claro que existe una tensión irresoluta en la reapropiación de los insultos, también hay un carácter terapéutico en ello. El escritor colombiano Jaime Manrique a la pregunta “¿cree que hoy en día los términos marica, maricón, loca, siguen siendo igual de homofóbicos que en 1999, cuando publicó Maricones eminentes? ¿Ha habido una reapropiación de esas palabras por parte de los gays?” contestó: “En cierta forma, toda homofobia es una homosexualidad reprimida. Si yo me tildo a mí mismo de maricón estoy desmitificando el contenido de la palabra, su significado original. Si yo me insulto llamándome maricón ya no será un insulto cuando otra persona lo haga. Yo admito la palabra sin problema, para mí no es un insulto” (Caputo, 2011).

En la década de los ochenta, Alaska y Dinarama entonaban uno de sus más memorables éxitos, “¿A quién le importa?”. Aunque la canción no haga referencia explícita a alguna situación o algún personaje de la diversidad sexual, su letra la llevó a convertirse en una canción recurrente y significativa en diversas manifestaciones del orgullo. Incluso, más allá del contenido de la canción, la propia imagen de Alaska ya daba lugar a este tipo de asociaciones: “Alaska, mujer española que tenía una voz gruesa, con maquillaje muy blanco, con el cabello largo y amarrado con cola de caballo, multicolor, que a mí se me figuraba mucho a Boy George, que cantaba esa de Karma Camaleón”. La cercanía de la estética andrógina de Alaska con la que utilizaba Boy George en aquellos años es muy significativa si se observan los videos del cantante inglés, quien, por supuesto, era abiertamente homosexual. La reapropiación como proceso curativo y, a la vez, contestatario, se observa en las populares palabras con las que Alaska se contorsionaba en el escenario: “La gente me señala / me apunta con el dedo / susurra a mis espaldas / y a mí me importa un bledo”. La afrenta a las maledicencias de los otros adquiere prácticamente la categoría de desparpajo, el insulto traspasa el elemento identitario y se afirma como recurso de empoderamiento y celebración, como en la canción “Maricón hasta la muerte” de Sailorfag: “Me dicen que soy valiente al salir así a las calles. / No le veo mucho pedo, solo sal y no te rayes / Digan lo que sea por vestirme a mi manera / ¿Por qué le molesta tanto que yo haga lo que quiera? / Ponen cara de susto y ya estoy acostumbrado / Pero seño, no hice nada, sólo existo a su lado”.
[1] Cabe mencionar que múltiples nociones establecidos por Carreño bebían de otros manuales de urbanidad provenientes de Europa y que, al menos en situaciones más o menos comunes como la familia o el trabajo, se consideraban poseedores de cierto carácter universal. A pesar de su carácter “anticuado” o “pasado de moda”, muchos de los preceptos de Carreño continúan teniendo vigencia en la actualidad, incluso pueden encontrarse ediciones recientes del libro, como la del 2002 de la editorial Panamericana.
[2] Como respuesta a las exigencias de Hermila Galindo, al año siguiente de la promulgación de la Carta Magna, se publicó la Ley Electoral en la que se especificaba que el derecho al sufragio pertenecía exclusivamente a los hombres.
[3] El énfasis proviene del texto original.
[4] Hay que señalar que el término “feminismo” también despertó desacuerdos y polémicas entre grupos y partidos: “Grupos e individuos con teorías del feminismo y programas de cambio divergentes se pusieron a establecer categoremas para sí mismos y sus rivales por medio de clasificaciones de exclusión, añadiendo calificativos diversos y formando incluso organizaciones y publicaciones separadas. Hacia el año 1900, una verdadera taxonomía de feminismos autodefinidos o imputados había aparecido de la noche a la mañana; «feministas de la familia», «feministas integrales», «feministas cristianas», «feministas socialistas», «feministas radicales» y «varones feministas», entre otros” (Offen y Ferrandis Garrayo, 1991: 111).
[5] Tampoco podemos decir que este recurso haya quedado atrás. En el 2016, el youtuber Zorman publicó un video ―tristemente popular― titulado “Soy feminista moderna”, con letras como “Los hombres van a arder / mujeres al poder. / Soy feminista moderna. / Machirulo opresor / comerás de mi tampón. / Soy feminista moderna”.
Bibliografía
Borges, J. L. (1974). “El arte de injuriar”, en Obras completas 1923-1972. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 419-423.
Butler, J. (2002). Cuerpos que importan: sobres los límites materiales y discursivos del “sexo”. trad. de Alcira Bixio. Buenos Aires: Paidós.
Caputo, G. (2011). Devolviendo el insulto. Arcadia. Consultado en julio de 2018. Disponible en https://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/devolviendo-insulto/25441
Carreño M., M. A. (s. f.). Manual de urbanidad y buenas maneras. Disponible en: http://convocatoriasybecas.info/?p=1176.
Cuevas, C. (2017). “No cariño, no puedes apropiarte de la palabra «maricón», no es tuya”. Los Replicantes. Consultado en julio de 2018. Disponible en https://www.losreplicantes.com/articulos/porque-los-gays-se-han-reapropiado-de-la-palabra-maricon/
Federici, S. (2010). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de sueños.
García, J. V. (2017). “1987. ¿A quién le importa lo que yo diga?”. Revista Casa del Tiempo, 38: 54-57 pp.
La palabra “prohibida” que Obama utilizó en una entrevista para hablar del racismo. (2015). BBC. Consultado en julio de 2018. Disponible en https://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/06/150622_eeuu_obama_racismo_charleston_palabra_prohibida_negros_jg
Tuñón Pablos, E. y J. I. Martínez Ortega (2017). “La propuesta político-feminista de Hermila Galindo: Tensiones, oposiciones y estrategias”. Estudios de Género de El Colegio de México, 3(6): 1-35 pp.
Offen, K. y M. Ferrandis (1991). “Definir el feminismo: Un análisis histórico comparativo”. Historia Social, 9: 103-135.
Una empresa no paga a sus trabajadoras porque el convenio especifica “trabajadores” (2018). Público. Consultado en julio de 2018. Disponible en https://www.publico.es/sociedad/empresa-no-paga-trabajadoras-convenio-especifica-trabajadores.html
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